Textos
El origen de la catástrofe
Afuera el viento, adentro el mundo
La experiencia del paisaje
El origen de la catástrofe
«Hace un tiempo tuve la oportunidad de visitar el Parque Provincial “Valle de la Luna”, en San Juan. Allí, en ese paraje extraordinario, el guía que nos explicaba a todos los turistas sobre el lugar, dijo algo que causó una honda conmoción en todos los que escuchaban. Parados frente a un enorme bloque de piedra estratificado supe que esa porción de roca contenía en sus capas gran cantidad de fósiles, tanto de plantas como de animales. Se veían entre esos estratos, algunos negros como carbón. Nos explicaba entonces que eso correspondía a milenios en los que ese lugar había sido una zona selvática. El carbón de millones de plantas a lo largo de períodos inconmensurables había quedado reducido a un estrato de unos veinte centímetros de espesor.
También nos dijo que ese bloque enorme en realidad basa su gran atractivo en el hecho de que se trata de una porción que proviene directamente de las remotas entrañas de la tierra. Debería estar a unos dos kilómetros de profundidad, pero el movimiento de placas tectónicas que hizo emerger los Andes lo empujó y afloró.
No puedo dejar de pensar, una y otra vez, en el murmullo nervioso que se generó entre los turistas cuando el guía explicó, con pasmosa tranquilidad ilustrativa, que algún día todo lo que conocemos como civilización estará también, inexorablemente, reducido a un estrato más. Pensé entonces que todos nuestros edificios, autos, casas, ciudades, obras de arte, cuerpos serán tragados por las enormes y colosales fuerzas que mueven este planeta. Nada, evidentemente, escapa al curso natural de las cosas.
Recurrentemente pienso que el gran problema que tenemos como especie es creer que todo empieza y termina con nosotros. A pesar de la ciencia que hemos construido y que nos explica muy someramente que el universo existe desde hace más o menos doce o quince mil millones de años, parece que pensáramos obstinadamente que nuestra presencia de unos dos o tres millones de años fuera muy importante. Recurrentemente pienso en que, en una escala universal, no hay mayores diferencias entre uno, un microbio y el planeta. Todo es tan pequeño y enorme a la vez dentro de esta gran estructura en expansión que un sol, como el nuestro, es básicamente ínfimo.
Hace un tiempo también tuve oportunidad de observar el cordón de las altas cumbres en Córdoba. Pensé en ese momento sobre las estructuras humanas, tan frágiles frente a esa gran mole que algún día, también, va a desaparecer. Estamos tan concentrados en nuestros propios ombligos que nos cuesta mirar hacia el cielo. Pensé también que nos fabricamos una realidad para no pensar demasiado sobre estas cosas: resultan angustiantes de tan incomprensibles. No se trata, en absoluto, de pesimismo esta visión. Me parece que tiene más que ver, en todo caso, con un profundo realismo. Nadie, a pesar de ser consciente de que su muerte lo sorprenderá algún día, es derrotista al respecto. A pesar de eso la gente sale a trabajar todos los días, tiene hijos, intenta aprender, ríe, disfruta, pasea. También llora y sufre, casi siempre por motivos absolutamente simples. En realidad, creo que el mecanismo se basa en no pensar sobre esto, en no pensar sobre lo que escapa absolutamente al control del hombre.
¿Por qué motivo el hombre cree que es ajeno a la naturaleza? No lo sé, yo también soy un hombre. Somos un animal increíble, capaces de reunir partes de la naturaleza y fabricar, por ejemplo, una computadora. Aún más, no deja de sorprenderme que tantos datos entren en circuitos tan pequeños. Me parece imposible de pensar como existe toda una realidad ¿virtual? en Internet o cómo hemos sido capaces de inventar una nave que nos depositó, por unos momentos, en la Luna. Posiblemente no exista una respuesta total a esta pregunta. Tal vez no haya que buscarla. ¿O acaso nos preguntamos cómo puede ser que un árbol genere frutos, por ejemplo? Y no pienso en una respuesta científica a esta pregunta, que seguramente ya fue hallada.
Sospecho una y otra vez que nada es artificial verdaderamente. El hombre es un ser de la naturaleza, para nada distinto en su esencia a una hormiga o a una planta. Son (somos) todos partes de todo, indivisibles, dependientes de todo. Es un equilibrio débil, perecedero. Nada está aquí porque si, todo tiene relación con todo. En ese sentido me parece que pensar que, por ejemplo, una computadora es algo artificial, que no se puede encontrar en la naturaleza, es una dudosa apreciación. Yo las encuentro en las ciudades, en las casas. Y esas estructuras humanas, al fin y al cabo, pienso que son parte plena de la naturaleza, las hizo el hombre, que es (somos) un animal, un mamífero, un primate. No encuentro diferencias entre un panal de abejas o un hormiguero y una cuidad. Se me ocurre razonar que, si el Hombre es un ser de la naturaleza, sin dudas todo lo que haga será parte de ella. ¿O acaso se nos ocurre pensar que un hormiguero es artificial?
Veo a través de Internet el Planeta Tierra. Mediante fotos sacadas desde satélites puedo observar casi toda la superficie terrestre. Es algo que me resulta inquietante porque siento que la conciencia sobre nuestra superficie vital es, hoy más que nunca, extrema. Tenemos hoy una visión del mundo que, al menos a mí, me hace recapacitar permanentemente sobre sus pequeñas dimensiones.
Desde el “espacio” me acerco y con algunos rápidos clics del mouse me aproximo a mayores detalles.
Veo mi ciudad, Córdoba. Es un manchón grisáceo de bordes amorfos desde tan arriba. Cuesta razonar que ahí habitan más de un millón de personas. Yo también estoy ahí.
Deslizo el mouse y avanzo como a vuelo de pájaro hacia la superficie de mi provincia. Siento cierta desesperación al ver que todo es un gran cuadriculado de campos y caminos. Avanzo más, ya creo que estoy en otra parte, no es más Córdoba, sin embargo, todo sigue así, devastado. Me detengo y recuerdo una noticia reciente: El 95% del bosque autóctono de Córdoba ha sido destruido totalmente en los últimos años. Ese recuerdo, esa estadística, explica muchas de las catástrofes que se avecinan. Una vez más muevo el mouse y de pronto estoy en Nueva York, luego puedo dirigirme en segundos al África. Veo a través de Internet el planeta tierra.
¿Será que todo esto es en realidad parte de un devenir natural de las cosas? Si pienso que una ciudad es parte de la naturaleza debería pensar que la devastación también lo es. Ese cuadriculado interminable, esas zonas remotas totalmente modificadas por el Hombre, sin dudas son parte de la naturaleza. Entonces… ¿se podrá hacer algo para detener esta catástrofe que nos toca?
Hoy pienso que no.
Querer eso es una utopía, es como no querer morir nunca. Tal vez simplemente sea parte también de un proceso natural, incontrolable. Probablemente no tengamos derecho (ni seamos capaces) de modificar las cosas, y si lo hacemos… intuyo que eso será parte de la naturaleza también.
Lo que no deja de sorprenderme es un detalle propio de nuestra condición humana: a pesar de saber que todo transcurre en un lento expirar, nunca reparamos en ello. Evidentemente no nos importa, o tal vez se trata de un mecanismo de nuestra mente para olvidar lo que a casi a todos nos resulta insoportable.
De pronto siento que me preocupa pensar de este modo. No me resulta para nada razonable pensar que todo es inevitable, que no se puede modificar el curso natural de las cosas, a pesar que ese curso nos conduzca a la extinción. Deduzco que esta preocupación que me invade es, también, parte de la naturaleza humana.
Es increíble la maravilla que nos rodea. Personalmente me siento fascinado por la manera en que todo se conecta y sigue su curso. No puedo comprender a quienes nada los asombra. Tal vez hemos perdido el sentido de la contemplación, probablemente debido a la gran aceleración que experimentamos. Creo que la soberbia que es propia de nuestra especie nos anestesia para creer que todo empieza y termina con nosotros. Hay, aparentemente, un proyecto de transformar Marte en un planeta habitable por el Hombre. Sin dudas esta ciclópea tarea tiene algo de natural. Lo que me aterra es que no vamos a poder ir todos. ¿Qué será de nuestro hábitat dentro de 200 o 500 años? ¿Quiénes se tendrán que quedar? ¿Otras especies evolucionarán adaptándose a la nueva situación climática y nos reemplazarán? ¿Qué pasará con quienes habiten Marte? ¿Seguirán siendo humanos? ¿Seguirán maravillándose con lo que los rodea? ¿O acaso la aceleración será tal que una vida será lo mismo que un segundo?
¿Acaso hoy para muchos la vida no es eso? – Tal vez la vida sea eso.
Siento que estamos frente al origen de la catástrofe, de nuestra catástrofe. Recorremos miles de kilómetros y ya nada es como era antes de nosotros. Todo está sembrado, transformado, manipulado. Creemos que tenemos una reserva natural cuando protegemos algún área de nuestra acción devastadora. Pero ¿dónde empieza y dónde termina una reserva natural si somos parte de la naturaleza también nosotros? Estamos acelerados y no lo vemos, no nos importa. Tal vez eso esté bien, no lo sé. Una vez más se me presenta la idea, estremecedora, de que todo esto, en especial la catástrofe, es parte del curso natural de las cosas, un proceso biológico imposible de detener o modificar. Pueden ser años, décadas o tal vez milenios, pero todo se precipitará sin dudas. ¿Hacemos esfuerzos con nuestras acciones porque ese final sobrevenga antes de tiempo? – no creo – no somos tan poderosos.»
Marcos Acosta
También nos dijo que ese bloque enorme en realidad basa su gran atractivo en el hecho de que se trata de una porción que proviene directamente de las remotas entrañas de la tierra. Debería estar a unos dos kilómetros de profundidad, pero el movimiento de placas tectónicas que hizo emerger los Andes lo empujó y afloró.
No puedo dejar de pensar, una y otra vez, en el murmullo nervioso que se generó entre los turistas cuando el guía explicó, con pasmosa tranquilidad ilustrativa, que algún día todo lo que conocemos como civilización estará también, inexorablemente, reducido a un estrato más. Pensé entonces que todos nuestros edificios, autos, casas, ciudades, obras de arte, cuerpos serán tragados por las enormes y colosales fuerzas que mueven este planeta. Nada, evidentemente, escapa al curso natural de las cosas.
Recurrentemente pienso que el gran problema que tenemos como especie es creer que todo empieza y termina con nosotros. A pesar de la ciencia que hemos construido y que nos explica muy someramente que el universo existe desde hace más o menos doce o quince mil millones de años, parece que pensáramos obstinadamente que nuestra presencia de unos dos o tres millones de años fuera muy importante. Recurrentemente pienso en que, en una escala universal, no hay mayores diferencias entre uno, un microbio y el planeta. Todo es tan pequeño y enorme a la vez dentro de esta gran estructura en expansión que un sol, como el nuestro, es básicamente ínfimo.
Hace un tiempo también tuve oportunidad de observar el cordón de las altas cumbres en Córdoba. Pensé en ese momento sobre las estructuras humanas, tan frágiles frente a esa gran mole que algún día, también, va a desaparecer. Estamos tan concentrados en nuestros propios ombligos que nos cuesta mirar hacia el cielo. Pensé también que nos fabricamos una realidad para no pensar demasiado sobre estas cosas: resultan angustiantes de tan incomprensibles. No se trata, en absoluto, de pesimismo esta visión. Me parece que tiene más que ver, en todo caso, con un profundo realismo. Nadie, a pesar de ser consciente de que su muerte lo sorprenderá algún día, es derrotista al respecto. A pesar de eso la gente sale a trabajar todos los días, tiene hijos, intenta aprender, ríe, disfruta, pasea. También llora y sufre, casi siempre por motivos absolutamente simples. En realidad, creo que el mecanismo se basa en no pensar sobre esto, en no pensar sobre lo que escapa absolutamente al control del hombre.
¿Por qué motivo el hombre cree que es ajeno a la naturaleza? No lo sé, yo también soy un hombre. Somos un animal increíble, capaces de reunir partes de la naturaleza y fabricar, por ejemplo, una computadora. Aún más, no deja de sorprenderme que tantos datos entren en circuitos tan pequeños. Me parece imposible de pensar como existe toda una realidad ¿virtual? en Internet o cómo hemos sido capaces de inventar una nave que nos depositó, por unos momentos, en la Luna. Posiblemente no exista una respuesta total a esta pregunta. Tal vez no haya que buscarla. ¿O acaso nos preguntamos cómo puede ser que un árbol genere frutos, por ejemplo? Y no pienso en una respuesta científica a esta pregunta, que seguramente ya fue hallada.
Sospecho una y otra vez que nada es artificial verdaderamente. El hombre es un ser de la naturaleza, para nada distinto en su esencia a una hormiga o a una planta. Son (somos) todos partes de todo, indivisibles, dependientes de todo. Es un equilibrio débil, perecedero. Nada está aquí porque si, todo tiene relación con todo. En ese sentido me parece que pensar que, por ejemplo, una computadora es algo artificial, que no se puede encontrar en la naturaleza, es una dudosa apreciación. Yo las encuentro en las ciudades, en las casas. Y esas estructuras humanas, al fin y al cabo, pienso que son parte plena de la naturaleza, las hizo el hombre, que es (somos) un animal, un mamífero, un primate. No encuentro diferencias entre un panal de abejas o un hormiguero y una cuidad. Se me ocurre razonar que, si el Hombre es un ser de la naturaleza, sin dudas todo lo que haga será parte de ella. ¿O acaso se nos ocurre pensar que un hormiguero es artificial?
Veo a través de Internet el Planeta Tierra. Mediante fotos sacadas desde satélites puedo observar casi toda la superficie terrestre. Es algo que me resulta inquietante porque siento que la conciencia sobre nuestra superficie vital es, hoy más que nunca, extrema. Tenemos hoy una visión del mundo que, al menos a mí, me hace recapacitar permanentemente sobre sus pequeñas dimensiones.
Desde el “espacio” me acerco y con algunos rápidos clics del mouse me aproximo a mayores detalles.
Veo mi ciudad, Córdoba. Es un manchón grisáceo de bordes amorfos desde tan arriba. Cuesta razonar que ahí habitan más de un millón de personas. Yo también estoy ahí.
Deslizo el mouse y avanzo como a vuelo de pájaro hacia la superficie de mi provincia. Siento cierta desesperación al ver que todo es un gran cuadriculado de campos y caminos. Avanzo más, ya creo que estoy en otra parte, no es más Córdoba, sin embargo, todo sigue así, devastado. Me detengo y recuerdo una noticia reciente: El 95% del bosque autóctono de Córdoba ha sido destruido totalmente en los últimos años. Ese recuerdo, esa estadística, explica muchas de las catástrofes que se avecinan. Una vez más muevo el mouse y de pronto estoy en Nueva York, luego puedo dirigirme en segundos al África. Veo a través de Internet el planeta tierra.
¿Será que todo esto es en realidad parte de un devenir natural de las cosas? Si pienso que una ciudad es parte de la naturaleza debería pensar que la devastación también lo es. Ese cuadriculado interminable, esas zonas remotas totalmente modificadas por el Hombre, sin dudas son parte de la naturaleza. Entonces… ¿se podrá hacer algo para detener esta catástrofe que nos toca?
Hoy pienso que no.
Querer eso es una utopía, es como no querer morir nunca. Tal vez simplemente sea parte también de un proceso natural, incontrolable. Probablemente no tengamos derecho (ni seamos capaces) de modificar las cosas, y si lo hacemos… intuyo que eso será parte de la naturaleza también.
Lo que no deja de sorprenderme es un detalle propio de nuestra condición humana: a pesar de saber que todo transcurre en un lento expirar, nunca reparamos en ello. Evidentemente no nos importa, o tal vez se trata de un mecanismo de nuestra mente para olvidar lo que a casi a todos nos resulta insoportable.
De pronto siento que me preocupa pensar de este modo. No me resulta para nada razonable pensar que todo es inevitable, que no se puede modificar el curso natural de las cosas, a pesar que ese curso nos conduzca a la extinción. Deduzco que esta preocupación que me invade es, también, parte de la naturaleza humana.
Es increíble la maravilla que nos rodea. Personalmente me siento fascinado por la manera en que todo se conecta y sigue su curso. No puedo comprender a quienes nada los asombra. Tal vez hemos perdido el sentido de la contemplación, probablemente debido a la gran aceleración que experimentamos. Creo que la soberbia que es propia de nuestra especie nos anestesia para creer que todo empieza y termina con nosotros. Hay, aparentemente, un proyecto de transformar Marte en un planeta habitable por el Hombre. Sin dudas esta ciclópea tarea tiene algo de natural. Lo que me aterra es que no vamos a poder ir todos. ¿Qué será de nuestro hábitat dentro de 200 o 500 años? ¿Quiénes se tendrán que quedar? ¿Otras especies evolucionarán adaptándose a la nueva situación climática y nos reemplazarán? ¿Qué pasará con quienes habiten Marte? ¿Seguirán siendo humanos? ¿Seguirán maravillándose con lo que los rodea? ¿O acaso la aceleración será tal que una vida será lo mismo que un segundo?
¿Acaso hoy para muchos la vida no es eso? – Tal vez la vida sea eso.
Siento que estamos frente al origen de la catástrofe, de nuestra catástrofe. Recorremos miles de kilómetros y ya nada es como era antes de nosotros. Todo está sembrado, transformado, manipulado. Creemos que tenemos una reserva natural cuando protegemos algún área de nuestra acción devastadora. Pero ¿dónde empieza y dónde termina una reserva natural si somos parte de la naturaleza también nosotros? Estamos acelerados y no lo vemos, no nos importa. Tal vez eso esté bien, no lo sé. Una vez más se me presenta la idea, estremecedora, de que todo esto, en especial la catástrofe, es parte del curso natural de las cosas, un proceso biológico imposible de detener o modificar. Pueden ser años, décadas o tal vez milenios, pero todo se precipitará sin dudas. ¿Hacemos esfuerzos con nuestras acciones porque ese final sobrevenga antes de tiempo? – no creo – no somos tan poderosos.»
Marcos Acosta
Afuera el viento, adentro el mundo
«Marcos Acosta (Córdoba, 1980) pinta el paisaje que lo rodea. Más que lo que ve, trata de reflejar cómo esas formas de agua y piedra resuenan en su interior, y qué preguntas le hacen. Evoca lo que recuerda: rocas, pastizales, nubes, desde un sentimiento ante la inmensidad que no está en el registro fotográfico que le sirve de guía. Entonces, sus horizontes son universales. Son todos a la vez. Su aproximación no es intelectual, sino sensitiva y espiritual. No se puede pensar el paisaje, no es posible entenderlo. Apenas se puede sentir. Intuimos en su obra algo de toda esa eternidad a la que estamos asomados desde que nacemos. Marcos Acosta es un hombre en medio de las sierras, a orillas de un arroyo, que mira y siente una fuerza incomprensible, transita olores y texturas, se deja encender por las incandescencias de la luz a distintas horas. Se compromete. Se funde en el panorama y lo recrea. ¿Es esto la realidad?, piensa el artista. ¿La realidad está adentro o afuera? El espectador es también parte de la escena. En el plano sutil el arte es un punto de conexión entre dos almas que vibran. Un pequeño destello de unión.
Dos grandes obras monumentales son los extremos de los trabajos recientes que reúne esta exposición en la renovada sala del Paseo del Buen Pastor: un paisaje, Reserva natural (2009), y una urbe, Panorama (2016), que cierra la serie Todas las ciudades (2012- 2016) y culmina en sus escenas naturales de los últimos cinco años. La ciudad también es para él un entorno natural. Si pensamos que un hormiguero es naturaleza, ¿por qué no lo sería lo que construimos nosotros?, pregunta el artista. La dualidad entre geometría y organicidad no existe. Las líneas y los planos que introduce Acosta parecen una intromisión, una huella del recorrido de un hombre (o de la mano de un creador). No lo son: no hay diferencia entre lo artificial y lo dado. La dualidad es una ilusión. Somos un fragmento del todo. El arte permite salir del plano físico: celebra una esencia. Cada vez que sostiene un pincel, lo carga de color y se acerca a una tela, Acosta se aventura en un misterio fascinante, no importa si decide hacerlo de manera realista o si suelta el trazo. Al retratar el mundo, se encuentra a sí mismo. Afuera está el viento que ama sentir en su cara. Cuando entra al taller, ese cubo en medio del verde de Río Ceballos o aquel galpón de ciudad, adentro suyo habita el universo entero. Al pintar, la vastedad más infinita hace eco en todo lo ancho de su alma.»
María Paula Zacharías
Dos grandes obras monumentales son los extremos de los trabajos recientes que reúne esta exposición en la renovada sala del Paseo del Buen Pastor: un paisaje, Reserva natural (2009), y una urbe, Panorama (2016), que cierra la serie Todas las ciudades (2012- 2016) y culmina en sus escenas naturales de los últimos cinco años. La ciudad también es para él un entorno natural. Si pensamos que un hormiguero es naturaleza, ¿por qué no lo sería lo que construimos nosotros?, pregunta el artista. La dualidad entre geometría y organicidad no existe. Las líneas y los planos que introduce Acosta parecen una intromisión, una huella del recorrido de un hombre (o de la mano de un creador). No lo son: no hay diferencia entre lo artificial y lo dado. La dualidad es una ilusión. Somos un fragmento del todo. El arte permite salir del plano físico: celebra una esencia. Cada vez que sostiene un pincel, lo carga de color y se acerca a una tela, Acosta se aventura en un misterio fascinante, no importa si decide hacerlo de manera realista o si suelta el trazo. Al retratar el mundo, se encuentra a sí mismo. Afuera está el viento que ama sentir en su cara. Cuando entra al taller, ese cubo en medio del verde de Río Ceballos o aquel galpón de ciudad, adentro suyo habita el universo entero. Al pintar, la vastedad más infinita hace eco en todo lo ancho de su alma.»
María Paula Zacharías
La experiencia del paisaje
«El paisaje es una interpretación, una “lectura”,
no existe en sí mismo, sino en relación con un sujeto
individual o colectivo que lo hace existir como una
dimensión de la experiencia cultural del mundo.»
Alain Corbin
«El paisaje es producto de la mirada, es una construcción compleja y sólo posible cuando la distancia de la cultura, las convenciones del arte y la literatura o la disponibilidad de tiempo nos permiten ver lo que, sin ese recorrido, resultaría dificultoso.
Pero la palabra paisaje lleva implícita en sí misma una muestra relacionada con los diferentes valores de aquello que representa ante nosotros. El paisaje es sobre todo un concepto fruto de una construcción cultural. No significa meramente un lugar físico (urbano / rural) o las imágenes sobre él producidas, sino más bien puede definirse como el conjunto de una serie de ideas, sensaciones y sentimientos originados ante quien lo mira. Marcos Acosta despliega en este libro una selección de sus obras en torno a la temática del paisaje y es esta una nueva oportunidad para reflexionar, aunque brevemente, sobre el tema. Nos encontramos aquí con representaciones pictóricas en torno a la naturaleza y a la ciudad, donde el artista nos propone fundamentalmente una experiencia ante su contemplación. También estas imágenes nos plantean algunas preguntas que se relacionan con las formas de interpretar los fenómenos que nos rodean, de adquirir conocimientos y de vincular percepción con emoción.
Nos congrega entonces una temática de larga tradición en nuestra tierra (el historiador del arte argentino José León Pagano afirmó que Córdoba era tierra de paisajistas), presentado en esta oportunidad desde una versión renovada, pero ¿por qué? Y la respuesta tiene que ver con la doble atención que estas obras suscitan, por un lado, sobre la dimensión natural y por otro sobre la dimensión cultural del paisaje. Así, el mundo interior del artista nos propone aquí un recorrido sin tiempos, donde al fin lo que resuena una y otra vez es la experiencia del paisaje.»
Tomás Ezequiel Bondone
Alain Corbin
«El paisaje es producto de la mirada, es una construcción compleja y sólo posible cuando la distancia de la cultura, las convenciones del arte y la literatura o la disponibilidad de tiempo nos permiten ver lo que, sin ese recorrido, resultaría dificultoso.
Pero la palabra paisaje lleva implícita en sí misma una muestra relacionada con los diferentes valores de aquello que representa ante nosotros. El paisaje es sobre todo un concepto fruto de una construcción cultural. No significa meramente un lugar físico (urbano / rural) o las imágenes sobre él producidas, sino más bien puede definirse como el conjunto de una serie de ideas, sensaciones y sentimientos originados ante quien lo mira. Marcos Acosta despliega en este libro una selección de sus obras en torno a la temática del paisaje y es esta una nueva oportunidad para reflexionar, aunque brevemente, sobre el tema. Nos encontramos aquí con representaciones pictóricas en torno a la naturaleza y a la ciudad, donde el artista nos propone fundamentalmente una experiencia ante su contemplación. También estas imágenes nos plantean algunas preguntas que se relacionan con las formas de interpretar los fenómenos que nos rodean, de adquirir conocimientos y de vincular percepción con emoción.
Nos congrega entonces una temática de larga tradición en nuestra tierra (el historiador del arte argentino José León Pagano afirmó que Córdoba era tierra de paisajistas), presentado en esta oportunidad desde una versión renovada, pero ¿por qué? Y la respuesta tiene que ver con la doble atención que estas obras suscitan, por un lado, sobre la dimensión natural y por otro sobre la dimensión cultural del paisaje. Así, el mundo interior del artista nos propone aquí un recorrido sin tiempos, donde al fin lo que resuena una y otra vez es la experiencia del paisaje.»
Tomás Ezequiel Bondone